Es algo natural y, a veces obsesivo, querer desentrañar los secretos que guardan las obras de arte. ¿Quién fue la Mona Lisa y qué oculta su sonrisa? ¿Cómo pinta Velázquez Las Meninas y a quién dirigen su mirada los protagonistas? ¿A quién pertenece el sexo de El origen del mundo de Courbet? ¿Oculta algo Leonardo tras La Última Cena?
Estas cuestiones, así como otras de carácter técnico y formal, son parte del estudio del Arte, pero los misterios o cabos sueltos que no han sido desvelados o han quedado para siempre dentro de las mentes de los artistas dan lugar a interpretaciones lógicas, probables o fantasiosas (a veces atractivas y otras disparatadas) y que dan mucho juego a la literatura o al cine.
Como historiador de arte me gusta tener un conocimiento pormenorizado de las obras, pero conocer todos los aspectos de las mismas, ya sea solo de las más paradigmáticas, resulta del todo imposible. Pero aún siendo consciente de esta limitación, hay algunas obras que, aunque mi atracción hacia ella sea inmensa desde hace muchos años y haya desentrañado algunas de sus claves, me resisto a retirar el último velo y preservar así el misterio (que es parte de su encanto) y que ninguna circunstancia pueda mermar un ápice su deleite estético.
Esto me sucede, por encima de cualquier otra obra, con La Tempestad de Giorgione.
Giorgione fue un pintor de la escuela veneciana coetáneo, entre otros, del gran Tiziano. Y pudo ser su leyenda tan grande de no ser porque murió con 33 años.
Su obra más afamada, a la par que misteriosa, es La Tempestad, pintada pocos años antes de su muerte y conservada en la Galería de la Academia de Venecia.
Un cielo denso, plomizo, amenaza tormenta inminente. Bajo el oscuro manto vemos una ciudad, con casas, torres, cúpulas y murallas, pero callada, vacía, sin vida. El único rastro es una mancha blanca sobre un tejado: una cigüeña.
Si seguimos el curso del río, o mejor aún, si cruzamos el puente con nuestra imaginación, saliendo de la ciudad por una de sus puertas, llegaremos a un verde sendero que guiará nuestros pasos al centro del cuadro para asomarnos de manera privilegiada al primer plano. Allí, entre los altos árboles y los restos de una arquitectura incompleta, o bien agazapados entre los matorrales que hay tras el murete de ladrillo rematado por una base pétrea y dos partidas columnas, podemos observar tres figuras, un hombre y una mujer amamantando a un niño.
Aquí el misterio se multiplica. ¿Quiénes son? Las interpretaciones son múltiples desde hace siglos. Se ha dicho que son Mercurio e Isis, Adán y Eva expulsados del paraíso con Caín o figuras alegóricas que simbolizan la Fortaleza y la Caridad. Una de las interpretaciones más lógicas desde el punto de vista iconográfico es la representación de María y José en el Descanso de la Huida a Egipto, pero resulta extraño imaginar que cometiera la osadía de pintar un desnudo de la Virgen, en actitud además un tanto vulgar.
Uno de los nombres que tradicionalmente se dio al lienzo fue El soldado y la gitana. Pero también este título ofrece dudas, empezando por el báculo que sostiene el hombre. No es un arma. Entonces se descarta el soldado. Pero, ¿qué es? ¿La vara de un pastor? ¿Y dónde están sus ovejas? Quizás sí sea en algún modo centinela, pues parece mirar y vigilar a la mujer.
Si volvemos a las columnas, estas son efectivamente un símbolo de fortaleza, pero partidas pueden significar virtud quebrada. En ese caso se descartaría la virginidad de la mujer, que por otro lado tiene como únicos ropajes telas blancas símbolo de pureza. Otra contradicción o nueva osadía oculta que le acerca peligrosamente a la herejía.
Y si seguimos escrutando más a fondo podemos multiplicar los enigmas. Solo hay que ver la cola de la serpiente que se oculta en un agujero entre las rocas. En fin, un apasionante rompecabezas que solo Giorgione podría descifrar.
Pero el verdadero protagonista de la pintura no son las figuras, edificios ni paisaje, es el fenómeno atmosférico que rasga el cielo. Un relámpago ilumina la escena. No solo es novedosa su presencia y la importancia dentro de la composición, sino que en cierto modo es un anticipo de la fotografía, es la captación de un momento exacto.
Aprovechemos ese instante de luz para grabar en la retina los contornos, para otear el horizonte y para reparar en la mujer que nos está mirando. Esa mujer, sea quien sea, mira directamente al espectador, haciéndonos participes de su intimidad o reprobándonos pero, al fin y al cabo, atrapándonos dentro del cuadro, haciendo que nos zambullamos de lleno es ese fogonazo, en ese instante tan breve y, sin embargo, eterno. Atrapados para siempre en el misterio de La Tempestad.