Tarifa es una de las ciudades que más honda impresión me han causado. Sus encantos son múltiples y muy diversos. Configuran una personalidad singular que, junto a su enclave y el clima, le otorgan su magia.
Su nombre respira historia. Se debe a Tarif ibn Malik que fue enviado a reconocer la costa peninsular en el 710, preparando la invasión árabe que tuvo lugar un año más tarde y que derrocaría el reino visigodo. Desde entonces y durante más de cinco siglos Tarifa fue una fortaleza clave para controlar el Estrecho.
Entrando en el casco antiguo por la puerta de Jerez ya se hace patente su pasado medieval y, pronto, sus estrechas calles muestran que la huella andalusí pervive en la ciudad. El cielo azul, limpio, armoniza con los edificios encalados, blancos, donde la luz del sol se desparrama pero da una tregua debido a esa estrechez de las calles, tan propiamente árabe y que quedó impregnada en el urbanismo hispano. Este caótico entramado da el encanto especial de perderse recorriendo cada esquina, internándose en sus callejones, plazuelas o en los patios hermosamente decorados de las casas. Tarifa en tan poco espacio reúne notas de la belleza de Córdoba, el embrujo de Sevilla, las atractivas cuestas de Granada, la luz y el aroma del mar de Cádiz y el fascinante decadentismo del tan cercano Tánger.
Descendiendo hacia la costa se llega al castillo de Guzmán el Bueno, la siguiente etapa en su historia, cuando es conquistada por los cristianos a finales del siglo XIII. En aquellos tiempos el Reino de Granada quedaba como último reducto musulmán en España y se vieron obligados a recurrir a sus hermanos de religión al otro lado del Estrecho para poder combatir a los reinos cristianos. Tarifa seguía siendo un enclave estratégico y las invasiones norteafricanas se sucedieron. La más famosa por la leyenda que conlleva es la protagonizada por el mencionado Alonso Pérez de Guzmán, apodado “el Bueno”, quien dirigía la defensa de Tarifa durante el asedio de los benimerines en 1294. Habiendo capturado los musulmanes al hijo de Alonso le ofrecieron entregar la plaza a cambio de salvar su vida. Entonces, manteniéndose firme en su determinación por defender la ciudad, se encaramó en las almenas de la muralla y arrojó desde ellas su propio puñal. Este gesto condenaba a su hijo pero quedaba como símbolo de resistencia frente a los invasores.
Ascendiendo nuevamente por sus calles hacia la bella plaza de Santa María, se llega a las murallas desde donde se divisa la costa de África. Durante siglos permanecerá Tarifa como centinela del Estrecho, vigilando incursiones de piratas berberiscos y siendo testigo del paso de navíos españoles, franceses e ingleses pugnando por dominar el Mediterráneo. Siempre alerta, respirando vientos de guerra con olor a pólvora.
Un último descenso hacia la iglesia de San Mateo nos traslada al barroco de su portada y, a escasa distancia de allí, antes de abandonar las murallas por la Puerta del Retiro, la estatua del general Copons y Navia que conmemora la última defensa de Tarifa ante un nuevo invasor: los franceses en 1811.
Hoy Tarifa es una ciudad abierta, dinámica y acogedora, y solamente es invadida por turistas y visitantes que se rinden a su encanto, a su aroma, a sus calles plagadas de historia y de vida.